La filosofía tiene vocación de claridad. Sin embargo, no siempre es fácil de leer, y esto por tres razones. La primera es la confusión de literatura con filosofía (distorsionar la representación de la idea filosófica por razones estéticas). La segunda es la complejidad del problema (que exige del lector unas referencias previas, un lenguaje y una atención especial). La tercera es el estado de la cuestión (si el problema todavía no está maduro, lo que se escribe es una exploración y no una exposición terminada).
La actividad filosófica se mueve entre los polos de la exploración y la exposición. Esto no quiere decir que la fase de exposición, en la que se supone que tenemos las "ideas claras", sea definitiva; en realidad es parte de un ciclo, por lo que siempre podemos volver a reflexionar sobre lo que teníamos claro y desarrollarlo más, corregirlo o, incluso, refutarlo. Pero el "momento de claridad" es esencial a la filosofía: es el lugar donde estamos instalados y desde donde podemos continuar, y es el punto de referencia para que nuestros interlocutores puedan empezar a entretejer un diálogo con nosotros.
En la fase exploración nuestro pensamiento funciona de otro modo: buscamos posibles asociaciones, hacemos analogías, ensayamos hipótesis, etc. Aquí es donde tiene sentido la metáfora, que sirve como una herramienta polivalente, por su pluralidad de sentidos más o menos apuntados en la dirección de lo que nos preocupa. Pero filosóficamente la metáfora se dirige a un concepto, no se usa meramente para evocar imágenes y sentimientos como hace la poesía. Poesía y filosofía son dos modos de abordar la realidad, sólo que el poeta es como el explorador, que quiere ver y tocar, mientras que el filósofo quiere (también y sobre todo) entender y clasificar.